Historia que empezaba a escribir, historia que inevitablemente acababa por pertenecerte sin ni tan siquiera rozarte.
Cada párrafo relleno de palabras más o menos poéticas, cada folio dividido en párrafos a su vez divididos en líneas y palabras que acababan siendo un tributo a tu persona y a tu recuerdo.
Y llegó el momento en el que no podía escribir, era inevitable.
Los sientimientos, los recuerdos, las palabras y los sueños se mezclaban dentro de un círculo vicioso en que el que solita me había metido.
A veces me ahogaba, a veces podía respirar.
Si había suerte podía quedarme en la superficie un rato y, si era un buen día, podía ver a la gente pasar, imaginar sus pensamientos y sus vidas.
Lo que fuera con tal de no caer en la cuenta de mi propia vida.
Me había propuesto no dedicarte ni una respiración más de mi vida.
Me había propuesto superarte, vencerte, sacarte del maldito altar que te coloqué, revestido de plata, cerrado al público.
Y cuando te fuiste, y las puertas se abrieron.
Las ventanas se cerraron de golpe.
Lo mejor para sofocar el fuego.
El tiempo pasa, la vida va y viene, para volver a venir e irse.
A veces nos trae risas, otras seriedad, incluso esperanza.
La vida a veces merece la pena.
Quizás hoy no sea el día, quizás tampoco mañana ni pasado, pero sé que volverá a amanecer, con más o meos dolor, pero sé que la luz volverá.
Esta historia también te pertenece, sin conocerte.
Otra historia más que llevar a la carpeta que lleva tu nombre.
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